Diálogo con
almacenero.
Patino más que entro
al almacén (por la lluvia, che). El almacenero está anotándole los montos de la
compra a una señora en una libreta. Cuando la clienta (La RAE aún no acepta el
género femenino todavía, pero …) se va, me puede la curiosidad.
Yo: “No sabía que
todavía existía la libreta, y menos que todavía se vendiera fiado.”
A: “Y, sí. No somos
un super, ¿vió?. Y acá la gente está acostumbrada.”
Yo: “Si. ¿Pero cómo
hace en época de inflación? Porque a ud. los productos se los aumentan, y para
cuando cobra lo del mes_”
A: “Hasta hace dos
años atrás no tenía problemas. Pero después tuve que decirles a ‘los con
libreta’ que les iba a tener que agregar un porcentaje a fin de mes.”
Yo: “Seguro que la
venta al fiado se redujo, ¿no?”
A: “¡Para nada! Acá
mucha gente no siempre tiene plata. Y hay que comer, ¿no?”
Yo: “Pero mire ud. Yo
hubiese creído que gente no aceptaría que le cobrara un recargo.”
A: “Naaaa. Acá nos
conocemos todos.” (¿Qué habrá querido decir?)
Yo: (Después de pedirle
lo que necesito) “¿Y tiene muchos así – al fiado, digo?”
A: “Como treinta.”
Yo: (Sorprendida) “¡Son
un montón!”
A: “Ajá.” (Mira para
ver si viene alguien) “Y no le diga a nadie, pero hay gente a la que no le hago
el recargo. Doña Tota, por ejemplo. Cobra la mínima y no tiene quién la ayude.
¿Cómo le voy a cobrar recargo? De qué que lleva lo mínimo para comer.”
Yo: (Ya casi
boquiabierta ante la generosidad del almacenero) “Menos mal que alguien le da
una mano.”
A: “Si. ¿Y Don Cosme?
Pensionado. También la mínima. Lo de él me lo paga el hijo, pero tampoco le
sobra.”
Yo: “La verdad, debe
hacer equilibrio para poder reponer mercadería así.”
A: “No. Ud. misma me
dijo el otro día que tenía re cara la lata de tomate al natural.”
Yo: (Haciendo
funcionar mis cansadas neuronas) “O sea que_”
A: “Sí. Tengo que
levantar los precios para los otros clientes. Tampoco soy la Madre Teresa.”
Yo: “O sea que en
realidad yo, y otros que no necesitan comprar fiado, ¿subvencionamos a gente
como Doña Tota o Don Cosme?”
A: “No lo había
pensado así.” (¡Claro! ¡Cómo se te iba a ocurrir si estás muy ocupado pensando
que eras Robin Hood!) “Y bueno. Tómelo como el impuesto a las ganancias con una
gran ventaja.”
Yo: (Algo aturdida) “¿Eh?”
A: “Y, claro. El que
más tiene, ayuda a los que tienen menos.”
Yo: (No sé si largar
un exabrupto o quedarme en el molde – por lo cual solo utilizo un tono más frío
para denotar enojo) “¿Y cuál sería la ventaja?”
A: “Que acá sí sabe
dónde va a parar su plata.” (Me dice esto último alcanzándome la bolsita con
mis compras)
Yo: (Tono ácido que
vuelve a resbalarle como el tono ‘frío’ anterior) “Me parece que me va a
convenir sacar fiado.”
A: “No, doña. Como le
dije, acá nos conocemos todos. Y el recargo del fiado es de acuerdo a la cara
del cliente.” (¡Ahora entiendo el significado de la frase ‘acá nos conocemos
todos’!)
Le pago y salgo del
almacén. No sé qué me enoja más: que el almacenero se crea Robin Hood o que tenga razón en cuanto a los impuestos
que pago.
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